Cuando lo vi entrar, me quede boquiabierta, y no pude decir ni un simple: hola, cuando lo pusieron a mi lado.
Desde donde me encontraba, había visto como mi dueña, lo sacaba del bonito papel de regalo que lo envolvía y lo extraía de la caja de cartón donde venia protegido.
No dudaron en ponerlo a mi vera, aunque le dieron más de una vuelta, hasta que les convenció la postura de esas hermosas asas que tenía. Y cómo lo miraban desde el cristal, cada vez que salían o entraban en la cocina.
Siendo sinceros, me estaba muriendo de envidia; yo: una taza de desayuno, hecha a menos de 10km de distancia, y por lo que había oído, ya descatalogada; cómo podía aún soñar en seguir saliendo todas las mañanas, si a mi lado había un magnífico té-para-uno muy redondito, con dibujos hipnóticos, asitas, tapita y ningún desconchón? Además de sofisticado, tenía que ser extranjero, chino, como poco, y es que no nos había dicho ni mú a pesar de mirarnos de una forma especial.
Y llegó la inevitable primera-hora-de-la-mañana del día siguiente; ya me había entregado a ser la olvidada o a terminar en la basura. Ni siquiera sonreí —como siempre había hecho— cuando abrieron la alacena. Pero inesperadamente, me sentí volar, noté calorcito en mi interior y oí el jaleo de todas las mañanas en la mesa. No entendía porqué, ni pensaba cuestionarlo, pero seguía siendo la elegida, mientras en la alacena, se quedaba el redondito set de té, que ni siquiera había estrenado.

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