Llevaba casi un año en el mostrador con todas esas leds deslumbrándolo; no entendía cómo había pasado tanto tiempo y, a pesar de que muchas manos lo habían cogido, siempre acaban eligiendo a otro.
Esa mañana, se había vuelto a despertar ilusionado, veía por el escaparate que la gente ya exhalaba vaho e intentaba mantener el calor con guantes y bufandas. Antes de que abrieran el establecimiento, había visto pasar, a una extraña pareja, eran: un padre y su hija de la misma altura, y confió —como siempre había hecho— en ser: el elegido. Nada más abrir las puertas, entraron y sin quitarse las prendas de abrigo, golpearon con los dedos, el cristal en su dirección. El dependiente, aseguraba que había otros productos más económicos y que podían ser mejores regalos, pero ninguno de los dos se dejó convencer. Sonreían mientras lo guardaban (por fin) en la caja dorada, y acomodaban entre los lazos, una tarjeta con la dedicatoria.
Dos horas después, le cegó la luz del sol y una sonrisa radiante, entre risas su dueña decía que era el marcapáginas más bonito que había visto, y discutía con su hija pequeña sobre su idoneidad, ahora que todo era en formato digital. Pero estaba feliz y decía, mientras ponía las copas de champán para celebrarlo, que lo importante no radicaba en lo qué era o para qué era, sino cómo se utilizaría y la ilusión de quién lo había elegido.

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