Estoy algo mosca, bueno, en realidad, más bien enfadada, y es que no puedo con esta gente que ha perdido muchos, pero muchos kilos y cuando les dices: “¡Qué cuerpazo!” Te contestan con una sonrisa victoriosa: “¿Tú crees? Si sólo me he quitado el azúcar”. ¿El azúcar?¿Qué azúcar?¿Cuánto azúcar te has quitado para perder doce kilos?¿Eras dueño de una franquicia de Starbucks?¿Tenías acciones en Häagen-Dazs?
¿Comías directamente el azúcar del paquete?
¿Lamias el bote de leche condensada a escondidas en el cuarto de baño? O,¿eras más bien de los de comer Nocilla a cucharadas en la despensa? Yo entiendo que me digan que han eliminado: la patata, el pan, la bollería industrial, los carbohidratos…O que han hecho una dieta disociada, estrangulada, con deporte hasta la extenuidad, y que llevan sin comer sólido un año… pero…¡EL AZÚCAR! ¡Mentira! Detrás de esas cínicas sonrisas sólo hay una vida de lechuga sin aditivos, de aperitivos sin aceitunas rellenas… Pero como tampoco quiero mirarlos este verano desde la hamaca, con un sayo de cuello a tobillos (pero con un mojito y mi azúcar en la mano), hoy empecé en el gimnasio —sí, entiendo vuestra incredulidad, pero es un sitio agradable, donde al entrar, hay un póster que te asegura que puedes—. Me estuve retorciendo, girando, saltando arriba y abajo y sudando a chorros una hora, pero cuando acabé de ponerme las mallas, la clase había terminado.
Pero voy a ser constante: el mes que viene, vuelvo.

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