Al entrar, cantaban Simon & Garfunkel su: “And you read your Emily Dickinson; And I my Robert Frost”, y la piel se me erizó de nuevo —como cuando era niña y la ponían mis padres en el vinilo—, y en lugar de continuar, me quede parada: escuchándola, y pensando en esa soledad cuando se está en compañía, en esa gran mentira de compartir la vida, aunque ni es vida ni es compartida.
Justo, en ese momento, la persona que estaba detrás de mi, me apartó respetuosamente, por lo que me reactivé y continué mi camino, buscando a mi madre y a mi hermana, que esta semana, no sólo adelantaron el café, sino que eligieron un lugar que además de poner música magnífica, sus vistas, son aún mejores.
Ya en la terraza, con las gafas de sol, y el cappuccino en la mano, escuchamos de lejos a Lucinda Williams, y concluimos que no tenemos que rumiar lo malo que nos roza, sino que hay que saber buscar atajos para recuperar la sonrisa — ya bien sea con una canción, un libro, una conversación, un visita a un museo, un largo paseo o una receta—; porque la tristeza es mala compañía de viaje, y focaliza la atención en el horizonte equivocado.
Y es que como resumió mi madre: hay que elegir por calidad, no por cantidad, ya que es mejor tener cuatro billetes de cien, que cien de uno.

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