Llevábamos más de un mes sin quedar para tomar café de manera relajada —eso de vernos con un café en las manos, para contarnos lo estresadas que vivimos, no es vernos—, así que conforme llegué al lugar de la reunión y dejé el coche a buen recaudo en el parking de al lado, sólo pude pensar en disfrutar del cielo azul plomizo que nos amenazaba pero que daba un tono mágico al lugar.
El café fue en uno de los típicos de la capital gallega —sí, está algo lejos de casa; pero aún no habíamos visitado al Ápostol este año y, no lo podíamos seguir posponiendo—. Noté que el camarero aún se acordaba de nosotras, porque al llegar las vi sentadas en la mejor mesa de todas (enfrente de la vidriera y protegidas con la estantería de libros). Con una señal de la mano, mientras me quitaba chubasquero, le señalé que quería lo de siempre y él, asintiendo, hizo mis deseos, realidad.
La tarde transcurrió sin prisas y con risas, era como si el mundo exterior se hubiera quedado expectante tras la vidriera, porque la vida a pesar de que es un cambio constante, en lo esencial no cambia. Como dice mi madre: “la casa sigue teniendo camas, sillas, mesas y sofás, añadiéndole ahora internet, seguirá llamándose casa. La cueva nos tiene a nosotros y se llama hogar”. (Lo esencial no cambia).

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#felizStaPepa
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