Esta mañana me levanté con el otro pie; y es que anoche di vueltas y más vueltas en la cama, hasta que al final, sin darme cuenta, me sumí en un sueño irresistible que me arrastró hasta las
profundidades de unas aguas negras y densas —de las que no recuerdo nada—. Me desperté con la sensación de que ya había amanecido, pero mi cabeza no paraba de preguntarse: ¿Por qué no oyes los pájaros cantar? ¿Dónde están las gaviotas o los ladridos de los perros?—silencio sepulcral—.¿Y por qué no se filtra la luz por la ventana?—oscuridad absoluta—. ¿Qué estaba pasando?—me pregunté—. ¿Podía haberme quedado ciega y sorda durante la noche? Así, ¿de golpe y porrazo?. Lo reconozco, me entró un miedo atroz, pero luego recordé el barullo de la noche anterior, de las fiestas por Santiago de los tres pueblos que me rodean y, flagelándome, me quite los tapones de los oídos y el antifaz de los ojos. Respire aliviada. Miré el despertador y vi que aún quedaban unos minutos para que sonara, como casi siempre, lo libere de tal acción.
Anduve toda la mañana aún en modo sueño, hasta que oí un mini diálogo, que me despertó y me sacó la carcajada: una pareja (sin móviles en las manos) hablaba, en la cola del banco: “Estoy segura de que tú eres la razón por la cual en este país, han puesto instrucciones de uso en el champú”; la cara impasible del acompañante me dejó perpleja cuando le replicó: “Ni el aviso de batería baja tomo en cuenta".