El café de esta semana no fue cerca de casa, pero al menos fue dentro de la misma provincia. Esta vez, volví a llegar tarde, aunque tras poner mi cara inocente de serafín del paraíso, mi pecado me fue perdonado. (La excusa del tráfico comienza a ser insuficiente).
Hablaban del tiempo mientras esperaban sus consumiciones: “No parece octubre”—decían— “Los colores y el calor son más bien los de un día de finales de agosto que se ha quedado rezagado por el camino y se ha presentado con mes y pico de retraso”.¡Mira! Otro tardón como yo —me dije, mientras pensaba qué pedir—.
Tras acomodarme detrás de mis gafas de sol, la conversación fue cambiando a la misma velocidad que variaba el tiempo: que si los finales felices son inherentes a las novelas románticas; que si para ser feliz sólo se necesita pan y alguien a quien darle los buenos días; que si un buen libro no te dice que llueve, sino qué se siente cuando te mojas (en ese momento, se me antojo que invocábamos a los dioses con tanta danza de la lluvia), y los temas siguieron mientras la sombra de la Berenguela se hacía cada vez más larga. Con el último trago de nuestras copas, mi anfitriona propuso un brindis: “Por Sancho y Quijote, y por la libertad, que es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”.
Después de recorrer los primeros 20 km, me fue imposible no encender el parabrisas. Los dioses se habían despertado.

(Sumamos esta receta a la temática: La cocina de Otoño).

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#mycoffeetime