A veces, en los transportes públicos se oyen grandes historias. Sin ir más lejos, en estos pasados días de puente —o más bien, deberíamos llamarles: de viaducto— en uno de mis viajes habituales, y donde como no, los AirPods decidieron ponerse en huelga, por no haber tomado días libres, escuché una conversación que mantenían mis compañeros de enfrente —mientras, lo reconozco, me hacía la interesante, corrigiendo un presupuesto revisado ya mil veces—. La cuestión, ya comenzada, versaba sobre la vida pasada del hombre que delante de mí, conseguía llevar en la ropa, que le veía, todos los colores del arcoíris. Le aseguraba a su acompañante —una mujer que desconociendo los motivos, parecía tener más flequillo que pelo— que en su juventud había bebido tanto que finalmente, una noche, se quedó ebrio para siempre. Sí, declaró literalmente que estaba en un perpetuo estado risueño de sopor, pero (y lo más importante, al menos, para mí): feliz. Sentía haber conseguido su objetivo y haber vivido en la cúspide de la realización humana. Patidifusa la doña flequillo le aseveró con incredulidad, pero don arcoíris aduciendo estar borracho, le declaró que le refanfinflaba ya que le había declarado su amor a un par de mujeres imposibles, se creía poeta y todavía mejor cantante, y también un magnífico bailarín. Y levantando la copa hacia mí, ya que yo ya sonreía abiertamente porque tenía toda mi atención, concluyó: “Sólo se vive una vez, y si lo haces bien, basta”.

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