Una noche cualquiera, una está tirada en el sofá, sin saber qué ver o qué hacer, cuando de repente empieza una película con una producción decente y con Meg Ryan (que es una cara conocida) y piensas: “¡woow! ¿Por qué no? Me la sé, pero es una fácil de ver”. Así que le das a play, sin ser consciente de los problemas que te va a acarrear.
Creo que deberían comprobar empíricamente que la contemplación de las películas de Meg Ryan (cuando era Meg Ryan) provocan una serie de desajustes en las expectativas de las mujeres que son claramente negativas para nuestro desarrollo.
Por ejemplo, cómo es eso de que al levantarse de la cama, se tiene un look fresco y tierno, y el pijama siempre es nuevísimo y monísimo y no está nada arrugado —pero, ¿cómo se puede entender eso?—. O cómo los petos grandes negros son súper sexy —a ver, que venga alguien y me lo explique. O se caen si la mini hebilla del hombro decide saltar, o te aprietan cuál vaquero cualquiera—. Y lo peor, cómo ese pelo corto, le queda como si acabara de salir de la peluquería cuando se acaba de pegar una súper siesta en el incómodo asiento de un tren —yo que últimamente voy con trenza, y mi madre que es un detector infalible, siempre sabe cuántas horas lleva hecha—.

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