Trenza de ternera

(VI)
Cuando salieron de casa, ya se estaba escondiendo el sol, pero la enorme luna ya estaba frente a su puerta, y ella sabía que, al menos, en esa ocasión, al sol y a la luna les había dado tiempo a guiñarse un ojo antes de que sus respectivos ejes, los separaran de nuevo.
En realidad, no le acaba de convencer el invierno, por más que su cumpleaños fuera en esa estación. El porqué el sol estaba tan poquito tiempo ahí arriba, eran cosas, que por más que se lo explicara su padre, no acaba de entender la razón por la que la humanidad no había hecho nada al respecto (la rotación de la Tierra de su eje respecto al Sol… pues que lo cambien, como habían hecho con tantas otras cosas—opinaba—). De todos modos, esas tardes de frío intenso, con esa enorme luna acompañándolas, le encantaban. Era cierto que a veces, la luna no sonreía — ella suponía que era porque el sol no había conseguido guiñarle el ojo—; pero otras tardes, la luna mostraba una sonrisa de oreja a oreja, e incluso si la mirabas fijamente, antes de cerrar la puerta de casa, veías como ella también te guiñaba el ojo.
Esas tardes eran las mejores, a pesar del frío, a pesar del cansancio, o de las ganas por la merienda, la magia estaba ahí presente, y no sólo en esos guiños ni en la sonrisa… La magia estaba, como decía su madre, en que la luna las acompañaba durante todo el camino, sin apurar el paso, siempre cuidándolas.

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