La mente no se vuelve pequeña porque no se conforma con poco, aunque se intenta adaptar a las circunstancias para no terminar llorando en una esquina de esa Toscana imposible.
Por alguna razón, tenemos pesadillas y sueños reiterativos, de estos últimos, la mía —mi mente— ahora, tiene dos versiones recurrentes.
Una es un cielo estrellado, donde las constelaciones juegan entre sí por la Vía Láctea. Moviéndose constantemente y, aunque pudiera parecer no gratificante por el telescopio, me maravillo mirando sus movimientos infinitos.
La otra es estar en mi océano (en calma), con el cielo algo emborregado y el Youyou bien anclado, preparándome para una inmersión. Con el equipo ya puesto, salto desde popa y me sumerjo entre un banco de fanecas. A los pocos metros, me encuentro con un gigante bosque de coral y, en sus bases miles de nudibranquios con su infinidad de colores. Avanzó dirección norte, en busca de arenal, en una cueva me esperan (en perfecta simbiosis) un bogavante y un congrio, al que consigo acariciar. Tras fotografiarlos un par de veces, continuó descendiendo —mi manómetro me informa que puedo sin problema—. Cerca del arenal, hay una liebre de mar, a la cual hago bailar y un poquito más allá, libero a un pulpo de su nasa. En el arenal me esperan una pareja de tintoreras durmiendo, paso a su lado y las acaricio, y de regreso al barco, sale a despedirse una morena. En la parada de seguridad, un cangrejo volador baila conmigo, haciendo la espera muy agradable.
Soñemos!