Al ser Semana Santa, y no habernos ido de vacaciones, esta semana hubo doblete de café; y para el primero, nos decidimos a estrenar la nueva terraza de la ciudad. Tuvimos suerte, Lorenzo nos quiso acompañar, y pudimos ver (un día más) un atardecer precioso.
En esta ocasión, llegué antes —milagrosamente, encontré aparcamiento justo en la puerta— así que mientras esperaba, escuché varios fragmentos de conversación, tras mis gafas de sol.
Así, por ejemplo, una rubia que tomaba un Bloody Mary, le aseguraba a su amiga que si la vida le daba limones, ella se haría un pastel de chocolate y dejaría a las brujas intentando comprender cómo era posible. A mi derecha, un treintañero (que tenía en la cabeza más gomina que pelo) había arreglado: educación, justicia y la sanidad en menos de tres minutos. Dos mesas por detrás, un par de mujeres (que entre ambas casi llegaban al centenar y medio de años) estaban en pleno diálogo, una le decía a la otra que el mejor consejo recibido había sido el de no confiar en nadie que tuviera una televisión más grande que su librería —no pude más que darle la razón—… y en ésas estaba yo, pensando en vivir de la manera más confortable posible, haciendo esfuerzos por no salirme de mi propio código y aceptando que las situaciones no siempre acaban a mi gusto, cuando llegó mi madre (seguida del camarero con los gintonics) y me susurró: “¿Un deseo?”, y yo sonriéndole mientras le daba dos besos: ”Que mis sueños pesen más que mis excusas”.

#mycoffeetime