El día regalado (29/02), salía para buscar mi café, cuando tras cruzar la calle que —extrañamente—estaba verde para los peatones, la moto que esperaba para pasar, hace un ruido raro y se sube a la acera, a mi lado. Un hombre catalogable de interesante: cuarenta y justos, barbita, buena planta, buena moto… se quita el casco y me pregunta con acento francés (que suma puntos) si sabía la ubicación exacta de la cafetería X más cercana (digo X, porque es una cadena conocida con una sirena en medio). Le doy las indicaciones oportunas, ya que sólo hay dos en mi ciudad y prosigo mi Via Crucis. Cuando me sugiere que le acompañe, a lo que yo muy educadamente, le respondo con un: “No, gracias”. “¿Tienes prisa? ¿Puede ser en otro momento?” insiste el gabacho. “No, gracias” vuelvo a replicar yo —cuando estoy desprevenida, tengo una facilidad de palabra pasmosa—. “Lo siento” se despide.
Así que mientras seguía andando, analizo lo acontecido: me invitan cortésmente a degustar una infusión y ante mi negativa, persiste en ello. Además, hasta me pide disculpas por haberme abordado en medio de la calle, sin anestesia ni nada. ¿Se puede ser más caballeroso? Le faltaban la capa y la espada (el caballo, lo había sustituido por una moto).
Cortadilla que es es una, le tenia que haber dicho: "No lo sientas, majo, que me has alegrado el día". Y es que desde ese momento, estoy como un pavo, yo que hace años que dejé la veintena, aún me tiran los tejos.
Soy como el buen vino, mejoro con el tiempo.