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No había salido a jugar en toda la semana, y todo por el resfriado que su madre aseguraba que cogería por el frío húmedo de la nueva ciudad. Pero esa tarde lo estaba pasando en grande, llevaba desde medio día con los amigos del barrio y ya lo habían nombrado capitán del equipo. En el pueblo, era más divertido, jugaban tarde tras tarde hasta que los llamaban para cenar, y aunque el escenario había cambiado, el fútbol seguía siendo el mismo.
Antes de mudarse definitivamente, ya habían estado en esta ciudad. Primero visitando a unos primos que habían dejado antes el pueblo, después, acompañando a su padre, a la que ahora era: su fábrica, y algún que otro verano, habían terminado por las costas cercanas, después de visitar a los tíos en la capital. Siempre le gustó el lugar, y la gente aunque hablaba, por lo menos, más bajito, era agradable y cordial.
La casa nueva no se parecía en nada a la de antes. Sí reconocía que era espaciosa, pero sus tías se habían quedado en el pueblo, y la casa, fuera la hora que fuera, siempre estaba silenciosa.
El colegio era casi un calco al anterior, con curas corriendo como si los persiguiese el diablo de un lado para otro. Y los amigos, aunque ahora tenían nuevas caras y nuevos nombres, parecían buena gente.
Su padre le había dicho que había que aceptar los cambios, y sobrellevarlos feliz porque sino era un modo de morir muy triste.
Él no pensaba morir nunca.

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