Revuelto de morcilla de León con sofrito de cebolla y pasas sobre cama de patatas paja

Ponerse a dieta no es fácil —y yo creo que llevo toda la vida entre dietas y poniéndome a ello—, porque básicamente consiste en hacerse la vida más desagradable a uno mismo, no comiendo lo que apetece y haciendo un ejercicio que no se quiere hacer. Pero como en todo, en esto también hay categorías. Resumo mi clasificación:
Están los felices e inofensivos —y gente así es la que se necesita— que creen que hacen régimen porque en vez de comerse media barra de pan, se comen un cuarto, cambian la leche entera, por semidesnatada y, cuando bajan al desayuno en vez de 4 churros, se comen 2. No van a adelgazar, pero son felices.
Luego, están los campeones de la fuerza de voluntad. Silenciosos y constantes. Comes con ellos y si no estás atento, no te das cuenta de que están a dieta. No hablan de comida, ni de lo que pueden o no pueden comer. Son los triunfadores. Adelgazan y no amargan a los demás.
Los agonías. Se ponen a régimen y van penando todo el día. Son muy pesados, se lo cuentan a todos." No, no puedo quedar, es que estoy a régimen", " ¿vas a hacer paella?…no puede ser de verduras…es que estoy a dieta".
Y los peores: los fundamentalistas, que son flacos, es decir, les sobran 2 kilos como mucho, pero ellos deciden llevarlo al extremo; además, de repente, están como en un estrato superior, en un estadio intermedio hacía la santidad de la delgadez y te miran por encima del hombro, con su microtupper de verduras en la mano.
Y yo: vagando de una categoría a otra.

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