Piadinas caseras de pollo frito caramelizado picante

Soy una adepta absoluta al principio de que la inevitabilidad del cambio es la única constante universal —expuesto, en su momento, por PhD.S. Cooper—. Y es que a diario, y sin darnos cuenta (y sin que nos afecte), hacemos un sinfín de cambios, y no nos traumatizan ni nos hacen parpadear. Por ejemplo, cuando aparcamos el coche y decidimos caminar, cambiamos de medio de transporte. Cuando queremos resaltar una frase en un escrito y subrayamos en fosforito, cambiamos de bolígrafo. Cuando estamos hablando con una persona y se incorpora otra, cambiamos de conversación.
Cuando terminamos de comernos la sopa y nos traen la carne, cambiamos de cubiertos.
Cambios. Cambios. Cambios.
Miles de cambios diarios a los que nos habituamos con total normalidad y sin problemas; que implican un millar de decisiones previas, que van marcando nuestro futuro de ese día. Algunos marcan más, otros aparentemente no alteran en nada la vida cotidiana, y otros da igual que se hagan o no.
Pero los cambios drásticos, dan pánico, pero un pánico que paraliza y que te hace incapaz de tomar esa decisión de cambio. Y es que no es lo mismo que alguien decida por ti, y meta un cambio en tu vida, que seas tú la que decida el cambio y el camino a seguir.
Admiro a esas personas que hacen los cambios con total decisión, entrega y ¿generosidad?… sin pena (aparente) y con mucha alegría (aparente). O quizá es que la apariencia no es más que un cambio de estado moral.

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